21 días después

Aquel jueves 12 de marzo, empecé mi jornada laboral con total normalidad. Ya hacía días que se habían implantado en el colegio las medidas higiénicas de prevención del coronavirus. Había papel y jaboneras en todos los baños de alumnos y los profesores teníamos gel hidroalcohólico a libre disposición. Incluso había niños que acudían a clases con su propio bote de alcohol y se desinfectaban las manos a cada rato, hasta tenerlas secas y agrietadas. Así, los miembros de la comunidad educativa vivíamos en una especie de calma tensa, hasta que a la una del mediodía de ese jueves, compareció en los medios el presidente de la Xunta y todo cambió.

La noticia de la suspensión de las clases me la dio una compañera en la sala de profesores. No nos habían proporcionado ninguna información previa, así que como el resto, nos enteramos por la prensa. Cinco minutos después, tenía clase con un grupo de alumnos un tanto problemático; la noticia me pilló tan de sorpresa que lo único que pensaba era, "ojalá aún no se hayan enterado". Pero los alumnos aprovechan los cambios de clase para mirar el móvil y cuando subí al primer piso, el bullicio era generalizado. Se escuchaban gritos en los pasillos, aquello parecía un auténtico motín carcelario. Y yo, debido a mi corta experiencia docente, no me veía preparada para afrontar la situación.

En cuanto atravesé la puerta del aula, los alumnos me bombardearon con un sinfín de preguntas. Y digo bombardear, porque literalmente aquello parecía la guerra. Los chavales estaban ansiosos de una información que por aquel entonces, no podía darles. No existían precedentes de nada similar, ni en su vida, ni en la mía. No había protocolo alguno que aplicar. Intenté mantener la calma en mitad de aquella angustia, escuchar a los alumnos y una vez manifestadas sus preocupaciones, retomar la clase. No sabía si hacía bien o mal. Por un lado, quería dejar que se desahogasen, por el otro, evitar que cundiese el pánico. Fue imposible, así que decidí ir a buscar al tutor del grupo para que me ayudase a tranquilizarlos. Después de eso, más o menos pude seguir con la explicación. Cuando me fui del colegio, el portero estaba desbordado, porque el teléfono no dejaba de sonar.

El día después, que por cierto era viernes 13, empezamos a vivir una auténtica película de ciencia ficción. El colegio estaba practicamente vacío, la mayoría de familias, no había enviado a los niños a clase. Los profesores, entre guardia y guardia, nos reunimos para discutir el protocolo de actuación. Afloraron en el claustro numerosas preocupaciones ante la alternativa del teletrabajo, que básicamente se resumían en dos: niños sin ordenador y profesores sin competencia digital. Sin tener muy claro lo que íbamos a hacer, dejando cada materia a criterio del profesor, nos fuimos de fin de semana. Hicimos en domingo una videoconferencia de urgencia y al día siguiente, la locura de la telenseñanza empezó.
Creo que nunca había tenido la vista tan cansada como durante estas tres semanas, en las que he pasado practicamente doce horas al día conectada al ordenador. Intentar dar atención personalizada a casi ciento cincuenta alumnos y familias es una ardua labor telemática. Crear contenidos, enviar comunicados, responder correos y atender vídeollamadas; esa ha sido mi rutina diaria. He tenido frecuentes dolores de cabeza, contracturas cervicales y los ojos irritados. Sin embargo, no todo es malo, pues en estos días aciagos, he recibido numerosos mensajes de reconocimiento de mi trabajo, palabras de aliento de muchos padres y madres y el cariño y agradecimiento de mis alumnos, a los que espero volver a ver en las aulas más pronto que tarde.

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