Se han escrito muchos libros y guías de viaje sobre Tierra Santa. Esta es mi crónica personal de los momentos mágicos que allí vivimos. Al margen de creencias religiosas, nuestro viaje a Israel tuvo mucho de peregrinación. Calor extremo, cansancio y unas cuantas picaduras de insecto. Todo comenzó con un par de escalas, teniendo que hacer noche en el aeropuerto de Roma. Es lo que tiene ajustar al máximo el presupuesto para poder viajar en agosto. Digo hacer noche, porque lo que es dormir más bien poco. La frialdad y dureza del suelo se vio compensada, sin embargo, por un improvisado recital de piano y violín. Fue tan bonito ver a personas de distintas nacionalidades correr tímidas hacia su asiento después de tocar; es lo que tiene la música, que es un lenguaje universal. Pasar por la cuna del cristianismo en Europa para luego conocer sus orígenes en Oriente Próximo. Puede que fuera el destino o la casualidad; pero este fue para mí, el primero de los momentos mágicos de este viaje.
El segundo momento mágico sucedió en Cesarea, ciudad costera donde están las ruinas de uno de los mayores puertos romanos del Mediterráneo, obra de Herodes el Grande. Para llegar hasta allí, según Google (la red de transporte israelí está perfectamente sincronizada), debemos coger un autobús urbano. De repente, caemos en la cuenta de que no podemos pagar en efectivo y necesitamos la tarjeta de transporte. Vamos a preguntar a los funcionarios de la estación de tren y al oírnos hablar, uno de ellos nos contesta en perfecto español. El señor, judío de entre cincuenta y sesenta años, nos cuenta que aprendió el idioma en EE.UU., donde sus ancestros emigraron hace más de quinientos años. Nos pregunta si entendemos bien su español latino y nos confiesa que a veces le da vergüenza hablarlo por temor a no hacerlo bien. Su historia nos hace pensar en la Edad Media, cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España. Este buen hombre, no parece guardarle a nuestro país ningún rencor.
El tercer momento mágico aconteció en Nazaret. Nadie diría que el hogar de la Sagrada Familia es hoy la ciudad con más población árabe en Israel. Sorprende ver como grupos de italianos y españoles (fundamentalmente andaluces) acuden en masa a conocer el Santuario de la Anunciación; y es que el turismo religioso mueve montañas. Pero volvamos a la magia, aquella que acontece cuando te cruzas con personas especiales. Cual fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que la mujer japonesa que ocupaba nuestro alojamiento el día anterior, hablaba un perfecto español. Había estudiado en Salamanca y estaba de vacaciones con su hijo. El chico, de unos dieciséis años, vino corriendo para hablar con nosotros y poner en práctica el inglés que estudiaba. Sonreía todo el rato y nos hizo varias reverencias con la mano en el corazón. En ese momento pensé que los occidentales tenemos mucho que aprender de nuestros congéneres del Lejano Oriente en materia de modales.
Pero si hay un lugar donde los momentos mágicos se arremolinan es Jerusalén. El magnetismo de la Ciudad Santa se hace patente en las calles, en cada interacción, en los lugares sagrados. La simpatía de los conductores de autobús, la mirada de desconfianza de la policía, el hartazgo de algunos monjes de los turistas o la picardía de los vendedores del bazar. Todos forman parte de esta caleidoscópica ciudad.
Nada más llegar, hacemos un city tour con un guía judío-argentino, que nos lleva por los lugares más sagrados del cristianismo y del judaísmo, sin mención alguna al mundo musulmán. Nos conduce al Cenáculo, donde se cree que tuvo lugar la Última Cena, una sala vacía que acoge a todos los fieles que allí quieran rezar, sin importar su religión. No hay cruces, ni tampoco menorah; sólo un viejo mihrab que señala la Meca, testimonio de un pasado musulmán. El lugar emana una energía muy particular, canalizada a través de un gato que se acerca a los turistas y se tumba junto al olivo, el único símbolo que engloba a todos por igual.
En el monte Sión, dentro de una sinagoga, visitamos por separado (hombres a un lado y mujeres a otro) la tumba del Rey David, fundador de la ciudad. Ellos deben ponerse la kipá para entrar. A la salida, tenemos la suerte de ver de reojo un matrimonio judío ultraortodoxo: los novios tienen unos veinte años de edad y de acuerdo a la tradición, rompen una copa después de brindar. Lo que más nos sorprende es que finalizada la ceremonia, suena música dance. Los invitados van vestidos con sus mejores galas; los hombres llevan el famoso shtreimel, el gorro de cola de zorro. Su vestimenta de abrigo sorprende en pleno agosto (íntegramente de negro). Nuestro guía nos recuerda que muchos judíos jasídicos proceden de la antigua URSS. Las mujeres, con faldas por debajo de la rodilla y blusas de manga larga, se cubren el pelo una vez casadas. Caminan por la calle embarazadas, con un carrito de bebé y rodeadas de mínimo, otros tres niños más. Lo dice el Génesis- creced y multiplicaos- y las estadísticas: Israel es uno de los países con mayor tasa de fecundidad de Asia. Nuestro guía nos cuenta que en la mayoría de casos son las mujeres las que trabajan, mientras los maridos se dedican al estudio de la Torá y echan una mano con los hijos. Parece ser que en la primera cita se toma un té, en la segunda se pasea y en la tercera, si hay sintonía en la pareja, se empieza a preparar el matrimonio.
No me la imaginaba así, esperaba otro tipo de templo. La Iglesia del Santo Sepulcro es un galimatías estético donde todas las ramas del cristianismo reclaman su lugar (católicos, ortodoxos, coptos...). Es agosto del 2023, el santuario está en obras y la iglesia se muestra aún más caótica de lo habitual; a mi modo de ver, un puzzle hecho con piezas que no acaban de encajar. El momento mágico acontece cuando un chico de unos veinte años, que tiene a su madre en videollamada, empieza a llorar frente a la Piedra de la Unción, por la que los fieles pasan sus objetos personales para bendecirlos. La emoción de esa madre traspasa la pantalla y llena nuestros ojos de lágrimas. Dentro del Santo Sepulcro, lo que más impacta es la sensación de calor, las lámparas de aceite cuelgan del techo en un espacio muy reducido. Desde la antesala, emociona ver a cuatro jóvenes andaluces arrodillados recitando su plegaria en esos diez-quince segundos en los que el monje custodio, franciscano u ortodoxo según la hora del día, permite permanecer dentro. El Santo Sepulcro es la tumba de Jesús según el relato romano pero además de esta, existe otra, en pleno barrio árabe: la Tumba del Jardín. Es aquí, donde vivimos otro momento mágico: un grupo de africanas evangelistas vestidas con togas de colores canta dando palmas "Jesus is alive", al más puro estilo gospel. Su alegría nos contagia y se nos escapan las lágrimas. Mientras que el Santo Sepulcro es un lugar oscuro donde se honra la muerte; la Tumba del Jardín es un lugar lleno de luz donde se celebra la vida. Lo cierto es que siempre he admirado la capacidad de algunos cristianos de convertir la misa en una auténtica fiesta.
Si hay una vista de la ciudad Santa que impresiona, es desde el Monte de los Olivos, el gran cementerio judío, donde por falta de espacio algunos pagan auténticas fortunas para enterrarse. Los fieles descansan eternamente, mientras esperan la construcción del Tercer Templo. Los autobuses llevan a los turistas a la cima y luego, estos descienden hasta la base. Nosotros subimos a pie y gracias a ello, tenemos la suerte de estar solos en el Jardín de Getsemaní, observando los olivos milenarios, junto a los que la Biblia dice que detuvieron a Jesús. Contemplar árboles tan antiguos es algo indescriptible; su energía es única, son testigos de siglos y siglos de historia. La Iglesia del Sepulcro de María en el Valle del Cedrón, que separa el Monte de los Olivos de la ciudad amurallada, es otra joya escondida en el subsuelo, cuyo techo está oscurecido por el humo de las velas. Acudimos en plena celebración de la misa ortodoxa: la humedad y la marabunta de gente hacen que tenga que sentarme por un momento. Los fieles comulgan con pan y uvas y los sacerdotes golpean las escaleras con una especie de báculos.
Otro momento mágico, esta vez más mundano, lo vivimos en una lavandería callejera, donde una señora francesa nos da detergente y nos explica como funcionan las máquinas. Mientras hacemos la colada, mantenemos con ella y su hija una agradable conversación en francés, en la que nos cuenta que desde hace años su familia pasa su mes de vacaciones en Israel. La mujer, que se define como protestante, adora el clima espiritual de la ciudad. Su voz inspira una profunda paz; su corazón está lleno de bondad.
El domingo por la mañana nos dirigimos a la Explanada de las Mezquitas, a través de la entrada junto a la plaza del Muro de las Lamentaciones, la única por la que pueden acceder los no musulmanes. La tranquilidad que allí impera es total, un remanso de paz en medio de una bulliciosa ciudad. El barrio árabe, el más grande de la ciudad, es más desordenado y animado que los demás. Aunque cueste creerlo, en él se encuentran la mayoría de estaciones de la Vía Dolorosa, el camino que hizo Jesús con la cruz y que los turistas religiosos llegados de todas partes del mundo reproducen. Admiramos la Cúpula de la Roca, recubierta de azulejos de vivos colores. Pocos edificios reúnen tanta belleza como aquel sobre el cual según el Corán, Mahoma ascendió a los cielos. Descubrimos que la obra fue un encargo a los ceramistas armenios. Este pueblo fue el primero en abrazar el cristianismo y actualmente, constituye una minoría en la ciudad Santa. Según la tradición, ellos custodian la cabeza del apóstol Santiago el Mayor, patrón de Galicia. Desafortunadamente, la iglesia estaba cerrada por reformas; pero en nosotros queda el germen de conocer más a fondo a este pueblo y viajar próximamente a Armenia.
Y por último, el momento más mágico de todos. Atardece en Jerusalén y todo el mundo se dirige al Muro de las Lamentaciones. Un ritual que repetimos los tres días que estuvimos en la Ciudad Santa. En todas las entradas, controles de seguridad. La policía israelí tiene una fuerte presencia en el lugar. Sorprende ver a jóvenes sin uniforme con metralletas; entendemos en ese momento, los carteles en los que, junto a no comer o vestir de forma recatada, figura la prohibición de entrar sin armas.
En la plaza del Kotel, hay sitio para todos, fieles y turistas. Junto al Muro, los judíos ultraortodoxos se amontonan en una esquina, la más próxima a la piedra fundacional (donde Abraham hubo de sacrificar a su hijo Isaac), mientras se balancean en su oración. Los más jóvenes cantan y bailan para celebrar el "Shabat"; las mujeres hacen lo propio en su lado del Muro. Cuando estoy escribiendo mi petición, una chica judía se me acerca para recordarme que "en Shabat, escribir no está permitido". Guardo el papel y le pido disculpas; vuelvo el próximo día. Por fin, me acerco al muro y dejo allí mi papelito. Cuesta tocarlo, el lado de las mujeres es más pequeño y está abarrotado. Siento el calor que irradia la piedra y el que emana de ellas, que se van caminando de espaldas para no dar la espalda al Muro. Me retiro a la parte trasera de la plaza, me siento en el suelo y contemplo a las personas que pasan. Parejas y familias judías me piden que les haga una foto. Es entonces, cuando se escucha la voz del muecín, que llama a la oración desde el otro lado del Muro y todo se entrelaza. Aunque judíos y musulmanes comparten mucho (hebreo y árabe son muy parecidos al oído), el conflicto social y político sigue existiendo en una tierra literalmente dividida. Sentada en la plaza, donde me siento aceptada, siento una profunda tristeza al recordar el muro con Cisjordania que vi en la carretera. Educada como fui en el catolicismo, me maravillo una vez más pensando en la trascendencia que Jesús tuvo en la historia de las tres religiones (como Mesías en el Cristianismo, profeta en el Islam y hereje en el Judaísmo) y me pregunto si el cristianismo hubiese llegado a nuestros días si no fuese abrazado por Roma. Quizás sería una religión muerta y mi madre no rezaría con tanta fe a la Virgen, a Jesús y a todos los santos.
Israel es un país muy joven, así lo atestiguan las grúas que conforman su paisaje. Este hecho es especialmente visible en Tel-Aviv, una ciudad cosmopolita donde abundan los rascacielos y las playas con palmeras recuerdan a las de la costa californiana. Aquí, apenas se ven judíos uniformados y las chicas visten top y mallas deportivas. Una ciudad, con mucho menos encanto que Jerusalén, pero en la que también pudimos presenciar un atardecer mágico, desde las aguas a 30ºC del Mediterráneo.