domingo, 17 de diciembre de 2023

Las dos caras de la moneda

Siempre que termina el año, siento la necesidad de reflexionar sobre lo que a mi carrera docente se refiere y las vueltas que ha dado en los últimos meses. Ahora, que por primera vez estoy ejerciendo como profesora en la enseñanza pública, tengo la sensación de que las piezas de mi puzzle particular comienzan a encajar. De la escuela concertada religiosa, donde pude conocer en profundidad el voluntariado a la escuela pública, concretamente al Departamento de Servicios Socioculturales y a la Comunidad, donde creo haber encontrado mi lugar. Yo, que estudié veterinaria y puse de segunda opción Trabajo Social, actualmente me considero muy afortunada de poder formar a personas, cuyo trabajo es el de ayudar a los demás. 

A comienzos de este año, terminaba una baja de maternidad en un colegio concertado, que como en los casos anteriores, abandoné entre lágrimas y profundamente agradecida. Tuve la suerte de conocer a compañeros y compañeras maravillosos y disfruté enormemente impartiendo por vez primera, exclusivamente mi materia. Los grupos que tuve me inspiraron enormemente para diseñar propuestas didácticas y siempre llevaré en el corazón aquel tiempo compartido. En los colegios concertados, descubrí la importancia de la educación integral de la persona y del compromiso con el entorno, al tiempo que puse a prueba mi vocación e "hice callo" como docente. Mi alumnado de entonces sufría los problemas inherentes a su edad, esos que sobrevienen cuando pretendes construir tu personalidad en un mundo pseudovirtual. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que la mayoría de mis alumnos y alumnas eran unos privilegiados ya que tenían una familia detrás que les daba amor y respaldo.

Desgraciadamente, esto no siempre es así en la escuela pública, accesible a todos sin importar el nivel socio-económico del personal. El perfil del alumnado es muy diverso y en ocasiones, a los conflictos derivados de la adolescencia, se suma la falta de una red de apoyo familiar. Y es que la escuela es solo la cara de la moneda; la cruz es el hogar, y en muchos casos, este no es el ideal. En sólo tres meses en la escuela pública, he vivido situaciones a las que nunca había tenido que enfrentarme en los cinco años anteriores en la concertada. Alumnos que no controlan su agresividad llegando a ejercer violencia física contra sus iguales, alumnos adictos al consumo de sustancias; alumnas envueltas en relaciones tóxicas y otras, víctimas de violencia en el ámbito familiar. La escuela pública es para muchos, una vía de escape y la formación, su tabla de salvación para conseguir un trabajo, la independencia, una vida mejor. La labor docente alcanza aquí una nueva dimensión; más allá de lo académico, las profesoras y profesores proporcionamos a nuestro alumnado la confianza y el cariño que en ocasiones les falta y reclaman mediante determinadas conductas, muchas veces contrarias a la convivencia.

No pretendo con esta reflexión minimizar los desafíos de la adolescencia, pues tanto los alumnos de escuelas concertadas como públicas han de lidiar con los problemas derivados del uso de las pantallas, que tanto repercuten en su salud mental. No pretendo tampoco dibujar una línea roja entre el alumnado de unos y otros centros, pues toda generalización es un error. Hay familias desestructuradas en la concertada y familias estructuradas en la pública. Yo misma estudié en la escuela pública y siempre tuve una familia amorosa y presente y otros, fueron a la escuela concertada y sufrieron con la separación de sus padres, por ejemplo. Lo que está claro, en cualquiera de los casos, es que los docentes tenemos la responsabilidad de ser esa segunda o para algunos, primera familia. Seamos guías, referentes, la mano amiga de todos aquellos alumnos que nos necesiten. 

jueves, 24 de agosto de 2023

Israel y su magia

Se han escrito muchos libros y guías de viaje sobre Tierra Santa. Esta es mi crónica personal de los momentos mágicos que allí vivimos. Al margen de creencias religiosas, nuestro viaje a Israel tuvo mucho de peregrinación. Calor extremo, cansancio y unas cuantas picaduras de insecto. Todo comenzó con un par de escalas, teniendo que hacer noche en el aeropuerto de Roma. Es lo que tiene ajustar al máximo el presupuesto para poder viajar en agosto. Digo hacer noche, porque lo que es dormir más bien poco. La frialdad y dureza del suelo se vio compensada, sin embargo, por un improvisado recital de piano y violín. Fue tan bonito ver a personas de distintas nacionalidades correr tímidas hacia su asiento después de tocar; es lo que tiene la música, que es un lenguaje universal. Pasar por la cuna del cristianismo en Europa para luego conocer sus orígenes en Oriente Próximo. Puede que fuera el destino o la casualidad; pero este fue para mí, el primero de los momentos mágicos de este viaje. 

El segundo momento mágico sucedió en Cesarea, ciudad costera donde están las ruinas de uno de los mayores puertos romanos del Mediterráneo, obra de Herodes el Grande. Para llegar hasta allí, según Google (la red de transporte israelí está perfectamente sincronizada), debemos coger un autobús urbano. De repente, caemos en la cuenta de que no podemos pagar en efectivo y necesitamos la tarjeta de transporte. Vamos a preguntar a los funcionarios de la estación de tren y al oírnos hablar, uno de ellos nos contesta en perfecto español. El señor, judío de entre cincuenta y sesenta años, nos cuenta que aprendió el idioma en EE.UU., donde sus ancestros emigraron hace más de quinientos años. Nos pregunta si entendemos bien su español latino y nos confiesa que a veces le da vergüenza hablarlo por temor a no hacerlo bien. Su historia nos hace pensar en la Edad Media, cuando los Reyes Católicos expulsaron a los judíos de España. Este buen hombre, no parece guardarle a nuestro país ningún rencor.

El tercer momento mágico aconteció en Nazaret. Nadie diría que el hogar de la Sagrada Familia es hoy la ciudad con más población árabe en Israel. Sorprende ver como grupos de italianos y españoles (fundamentalmente andaluces) acuden en masa a conocer el Santuario de la Anunciación; y es que el turismo religioso mueve montañas. Pero volvamos a la magia, aquella que acontece cuando te cruzas con personas especiales. Cual fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que la mujer japonesa que ocupaba nuestro alojamiento el día anterior, hablaba un perfecto español. Había estudiado en Salamanca y estaba de vacaciones con su hijo. El chico, de unos dieciséis años, vino corriendo para hablar con nosotros y poner en práctica el inglés que estudiaba. Sonreía todo el rato y nos hizo varias reverencias con la mano en el corazón. En ese momento pensé que los occidentales tenemos mucho que aprender de nuestros congéneres del Lejano Oriente en materia de modales.

Pero si hay un lugar donde los momentos mágicos se arremolinan es Jerusalén. El magnetismo de la Ciudad Santa se hace patente en las calles, en cada interacción, en los lugares sagrados. La simpatía de los conductores de autobús, la mirada de desconfianza de la policía, el hartazgo de algunos monjes de los turistas o la picardía de los vendedores del bazar. Todos forman parte de esta caleidoscópica ciudad.

Nada más llegar, hacemos un city tour con un guía judío-argentino, que nos lleva por los lugares más sagrados del cristianismo y del judaísmo, sin mención alguna al mundo musulmán. Nos conduce al Cenáculo, donde se cree que tuvo lugar la Última Cena, una sala vacía que acoge a todos los fieles que allí quieran rezar, sin importar su religión. No hay cruces, ni tampoco menorah; sólo un viejo mihrab que señala la Meca, testimonio de un pasado musulmán. El lugar emana una energía muy particular, canalizada a través de un gato que se acerca a los turistas y se tumba junto al olivo, el único símbolo que engloba a todos por igual. 
En el monte Sión, dentro de una sinagoga, visitamos por separado (hombres a un lado y mujeres a otro) la tumba del Rey David, fundador de la ciudad. Ellos deben ponerse la kipá para entrar. A la salida, tenemos la suerte de ver de reojo un matrimonio judío ultraortodoxo: los novios tienen unos veinte años de edad y de acuerdo a la tradición, rompen una copa después de brindar. Lo que más nos sorprende es que finalizada la ceremonia, suena música dance. Los invitados van vestidos con sus mejores galas; los hombres llevan el famoso shtreimel, el gorro de cola de zorro. Su vestimenta de abrigo sorprende en pleno agosto (íntegramente de negro). Nuestro guía nos recuerda que muchos judíos jasídicos proceden de la antigua URSS. Las mujeres, con faldas por debajo de la rodilla y blusas de manga larga, se cubren el pelo una vez casadas. Caminan por la calle embarazadas, con un carrito de bebé y rodeadas de mínimo, otros tres niños más. Lo dice el Génesis- creced y multiplicaos- y las estadísticas: Israel es uno de los países con mayor tasa de fecundidad de Asia. Nuestro guía nos cuenta que en la mayoría de casos son las mujeres las que trabajan, mientras los maridos se dedican al estudio de la Torá y echan una mano con los hijos. Parece ser que en la primera cita se toma un té, en la segunda se pasea y en la tercera, si hay sintonía en la pareja, se empieza a preparar el matrimonio.

No me la imaginaba así, esperaba otro tipo de templo. La Iglesia del Santo Sepulcro es un galimatías estético donde todas las ramas del cristianismo reclaman su lugar (católicos, ortodoxos, coptos...). Es agosto del 2023, el santuario está en obras y la iglesia se muestra aún más caótica de lo habitual; a mi modo de ver, un puzzle hecho con piezas que no acaban de encajar. El momento mágico acontece cuando un chico de unos veinte años, que tiene a su madre en videollamada, empieza a llorar frente a la Piedra de la Unción, por la que los fieles pasan sus objetos personales para bendecirlos. La emoción de esa madre traspasa la pantalla y llena nuestros ojos de lágrimas. Dentro del Santo Sepulcro, lo que más impacta es la sensación de calor, las lámparas de aceite cuelgan del techo en un espacio muy reducido. Desde la antesala, emociona ver a cuatro jóvenes andaluces arrodillados recitando su plegaria en esos diez-quince segundos en los que el monje custodio, franciscano u ortodoxo según la hora del día, permite permanecer dentro. El Santo Sepulcro es la tumba de Jesús según el relato romano pero además de esta, existe otra, en pleno barrio árabe: la Tumba del Jardín. Es aquí, donde vivimos otro momento mágico: un grupo de africanas evangelistas vestidas con togas de colores canta dando palmas "Jesus is alive", al más puro estilo gospel. Su alegría nos contagia y se nos escapan las lágrimas. Mientras que el Santo Sepulcro es un lugar oscuro donde se honra la muerte; la Tumba del Jardín es un lugar lleno de luz donde se celebra la vida. Lo cierto es que siempre he admirado la capacidad de algunos cristianos de convertir la misa en una auténtica fiesta.

Si hay una vista de la ciudad Santa que impresiona, es desde el Monte de los Olivos, el gran cementerio judío, donde por falta de espacio algunos pagan auténticas fortunas para enterrarse. Los fieles descansan eternamente, mientras esperan la construcción del Tercer Templo. Los autobuses llevan a los turistas a la cima y luego, estos descienden hasta la base. Nosotros subimos a pie y gracias a ello, tenemos la suerte de estar solos en el Jardín de Getsemaní, observando los olivos milenarios, junto a los que la Biblia dice que detuvieron a Jesús. Contemplar árboles tan antiguos es algo indescriptible; su energía es única, son testigos de siglos y siglos de historia. La Iglesia del Sepulcro de María en el Valle del Cedrón, que separa el Monte de los Olivos de la ciudad amurallada, es otra joya escondida en el subsuelo, cuyo techo está oscurecido por el humo de las velas. Acudimos en plena celebración de la misa ortodoxa: la humedad y la marabunta de gente hacen que tenga que sentarme por un momento. Los fieles comulgan con pan y uvas y los sacerdotes golpean las escaleras con una especie de báculos. 

Otro momento mágico, esta vez más mundano, lo vivimos en una lavandería callejera, donde una señora francesa nos da detergente y nos explica como funcionan las máquinas. Mientras hacemos la colada, mantenemos con ella y su hija una agradable conversación en francés, en la que nos cuenta que desde hace años su familia pasa su mes de vacaciones en Israel. La mujer, que se define como protestante, adora el clima espiritual de la ciudad. Su voz inspira una profunda paz; su corazón está lleno de bondad.

El domingo por la mañana nos dirigimos a la Explanada de las Mezquitas, a través de la entrada junto a la plaza del Muro de las Lamentaciones, la única por la que pueden acceder los no musulmanes. La tranquilidad que allí impera es total, un remanso de paz en medio de una bulliciosa ciudad. El barrio árabe, el más grande de la ciudad, es más desordenado y animado que los demás. Aunque cueste creerlo, en él se encuentran la mayoría de estaciones de la Vía Dolorosa, el camino que hizo Jesús con la cruz y que los turistas religiosos llegados de todas partes del mundo reproducen. Admiramos la Cúpula de la Roca, recubierta de azulejos de vivos colores. Pocos edificios reúnen tanta belleza como aquel sobre el cual según el Corán, Mahoma ascendió a los cielos. Descubrimos que la obra fue un encargo a los ceramistas armenios. Este pueblo fue el primero en abrazar el cristianismo y actualmente, constituye una minoría en la ciudad Santa. Según la tradición, ellos custodian la cabeza del apóstol Santiago el Mayor, patrón de Galicia. Desafortunadamente, la iglesia estaba cerrada por reformas; pero en nosotros queda el germen de conocer más a fondo a este pueblo y viajar próximamente a Armenia.

Y por último, el momento más mágico de todos. Atardece en Jerusalén y todo el mundo se dirige al Muro de las Lamentaciones. Un ritual que repetimos los tres días que estuvimos en la Ciudad Santa. En todas las entradas, controles de seguridad. La policía israelí tiene una fuerte presencia en el lugar. Sorprende ver a jóvenes sin uniforme con metralletas; entendemos en ese momento, los carteles en los que, junto a no comer o vestir de forma recatada, figura la prohibición de entrar sin armas. 

En la plaza del Kotel, hay sitio para todos, fieles y turistas. Junto al Muro, los judíos ultraortodoxos se amontonan en una esquina, la más próxima a la piedra fundacional (donde Abraham hubo de sacrificar a su hijo Isaac), mientras se balancean en su oración. Los más jóvenes cantan y bailan para celebrar el "Shabat"; las mujeres hacen lo propio en su lado del Muro. Cuando estoy escribiendo mi petición, una chica judía se me acerca para recordarme que "en Shabat, escribir no está permitido". Guardo el papel y le pido disculpas; vuelvo el próximo día. Por fin, me acerco al muro y dejo allí mi papelito. Cuesta tocarlo, el lado de las mujeres es más pequeño y está abarrotado. Siento el calor que irradia la piedra y el que emana de ellas, que se van caminando de espaldas para no dar la espalda al Muro. Me retiro a la parte trasera de la plaza, me siento en el suelo y contemplo a las personas que pasan. Parejas y familias judías me piden que les haga una foto. Es entonces, cuando se escucha la voz del muecín, que llama a la oración desde el otro lado del Muro y todo se entrelaza. Aunque judíos y musulmanes comparten mucho (hebreo y árabe son muy parecidos al oído), el conflicto social y político sigue existiendo en una tierra literalmente dividida. Sentada en la plaza, donde me siento aceptada, siento una profunda tristeza al recordar el muro con Cisjordania que vi en la carretera. Educada como fui en el catolicismo, me maravillo una vez más pensando en la trascendencia que Jesús tuvo en la historia de las tres religiones (como Mesías en el Cristianismo, profeta en el Islam y hereje en el Judaísmo) y me pregunto si el cristianismo hubiese llegado a nuestros días si no fuese abrazado por Roma. Quizás sería una religión muerta y mi madre no rezaría con tanta fe a la Virgen, a Jesús y a todos los santos.

Israel es un país muy joven, así lo atestiguan las grúas que conforman su paisaje. Este hecho es especialmente visible en Tel-Aviv, una ciudad cosmopolita donde abundan los rascacielos y las playas con palmeras recuerdan a las de la costa californiana. Aquí, apenas se ven judíos uniformados y las chicas visten top y mallas deportivas. Una ciudad, con mucho menos encanto que Jerusalén, pero en la que también pudimos presenciar un atardecer mágico, desde las aguas a 30ºC del Mediterráneo.

domingo, 18 de junio de 2023

Buenas y no mejores amigas

Tengo que confesaros que siento verdadera admiración por aquellas personas que conservan a sus amigas de la infancia. Desde el colegio, aún separadas en la universidad, hay amigas que son capaces de mantener el contacto y reencontrarse después de años, muchas veces convertidas en madres. Esas amigas que compartían sueños en el instituto y de adultas, siguen compartiendo vida. Esas amigas, que gracias al esfuerzo de ambas partes, han conseguido un vínculo inquebrantable. Es algo mágico.

De adolescente, tuve una mejor amiga. En aquel tiempo, ella era todo para mí. Nos pasábamos el día juntas; una en casa de la otra, éramos uña y carne. Fueron muchas las veces que nos juramos amor eterno; lo escribimos en nuestras carpetas, jamás nos enfadamos. Ella tenía un carácter fuerte; yo, no tanto. Pero hacíamos un tándem perfecto, nos defendíamos mutuamente y nos creímos inseparables. Supongo que estábamos cegadas por el amor que nos profesábamos y éramos incapaces de ver nuestros respectivos defectos. Nos costaba decirnos abiertamente que nos habíamos hecho daño. No creo que ninguna fuera culpable, ambas lo dejamos pasar y no pudimos resistir el paso del tiempo. 

De adulta, tuve la suerte de tener varias "mejores" amigas. Comprendí que las amigas de verdad no requieren esa exclusividad superlativa. Ni mejores ni peores, simplemente, buenas amigas. Al igual que en la infancia, esas amigas nacieron de circunstancias comunes; misma carrera, mismo trabajo. Compartimos tiempo y espacio, siendo conscientes de que las circunstancias de ambas en un futuro, cambiarían. Exprimimos al máximo esas épocas juntas y tuvimos también nuestras desavenencias. Teníamos ya un carácter forjado, éramos muy parecidas en algunas cosas y en otras, muy diferentes. Nunca nos cegó el amor, siempre tuvimos la confianza suficiente para hablar de nuestros defectos. Hubo momentos en que nos reconocimos que nos habíamos hecho daño, pero ambas pusimos de nuestra parte y conseguimos resistir el paso del tiempo.

Hay personas que pueden construir amistades incondicionales ya desde la adolescencia. Cuando miro a mi alrededor, me doy cuenta de que estas personas tienen ciertas cualidades en común: sólidos valores, una gran madurez, un amplio sentido del deber y la responsabilidad y una generosidad sin límites. Otras personas, entre las que me incluyo, necesitamos encontrarnos a nosotras mismas para poder construir amistades incondicionales. Afortunadas las que tenemos esas amigas de referencia a nuestro lado.

martes, 25 de abril de 2023

Doctor Jekyll y Mr. Hyde

En estos últimos meses, en los que he vuelto a dar clases particulares, he podido reparar en la dicotomía que supone ser profesor de aula y profesor particular. Si bien ambos enseñan, el profesor de aula tiene la responsabilidad/poder de evaluar, lo que en ocasiones, lo convierte a ojos del alumnado en una figura a temer y respetar. El profesor particular, en cambio, es una especie de consejero, una figura de confianza que emprende junto al alumno la tan importante empresa de "aprobar". Se forja entre ambos una alianza tácita con un objetivo común: "combatir" al profesor de aula. Y es que los docentes hemos de ser versátiles, en ocasiones Doctor Jekyll (particular) y en otras, Mr. Hyde (titular).

El profesor particular establece con su alumnado una relación cercana, conoce de primera mano sus preocupaciones y dificultades y al no tener la presión añadida de evaluar, disfruta plenamente del proceso enseñanza-aprendizaje. Al ser un sólo alumno o un pequeño grupo, dispone del tiempo suficiente para pararse con cada uno y que nadie se quede atrás. El clima de las clases es muy familiar, al encontrarse el alumno fuera de su grupo habitual no duda en preguntar ni teme cometer errores. Solo así, se puede poner en práctica un verdadero aprendizaje horizontal. La contrapartida de todo ello es que el profesor particular debe amoldarse a las directrices del profesor titular, no disponiendo de mucho margen para la innovación o la creatividad. Las familias recurren a él con un objetivo claro: aprobar.

El profesor titular (Mr. Hyde) cuenta con decenas de alumnos a los que a veces, es difícil manejar. Desbordado por el mal comportamiento de una clase, puede perder la paciencia con mayor facilidad. Ha de lidiar con momentos de griterío extremo cuando quiere explicar y con los incómodos silencios cuando lanza una pregunta al aire y por miedo a hacer el ridículo, nadie se atreve a contestar. Situaciones ambas que resultan de lo más frustrantes y pueden desembocar en un aprendizaje vertical, donde el profesor dicta y el alumno se limita a copiar. El profesor de aula tiene, sin embargo, el magnífico poder de transformar el currículum y hacerlo atrayente para su alumnado, de contagiar el amor por su materia e influenciar a un gran número de estudiantes. Como decía el tío Ben, "un gran poder conlleva una gran responsabilidad" y la contrapartida a esto, es tener que evaluar.

La mayoría de profesores empezamos nuestra carrera como Doctor Jekyll, dando clases a unos pocos alumnos de Secundaria cuando estamos en la universidad. La diferencia de edad con nuestro alumnado es menor y quizás por esto, es más fácil para todos empatizar. Las clases particulares son una oportunidad magnífica para disfrutar de la docencia, sin la presión del papeleo, los exámenes o las notas. Desafortunadamente, no siempre es un trabajo bien remunerado. Así que por cuestiones salariales y sobre todo vocacionales; el doctor Jekyll se transforma en Mr. Hyde, pasa a ser matutino y asume gustoso el papel de "villano" para poder liderar un verdadero cambio en las aulas.

Querido abuelo VII

Querido abuelo, Un nuevo año termina y como tengo por costumbre, me gustaría compartir contigo como evoluciona mi sueño de ser docente. Casu...