Querido abuelo IV

Hoy te escribo para compartir contigo la maravillosa experiencia que viví estos últimos días. Hace unas semanas, me preguntaron cuál fue mi motivación para empezar en el mundo del voluntariado. En un primer momento, contesté que era la necesidad de ayudar a otros, y que ser voluntaria me hacía muy feliz. Un instante después, caí en la cuenta de que ese impulso nació justo después de tu partida. Quizás sea casualidad, quizás sea la mía una motivación egoísta; pero lo cierto es, abuelo, que desde que tú no estás, compartir mi tiempo con los demás, da sentido a mi vida. Tú dedicaste la tuya a ayudar a otros y al hacerlo yo, siento más que nunca, que estás conmigo.

Empezaré contándote como llegué hasta aquí, abuelo. Aunque ya había sido voluntaria en programas de refuerzo educativo, llevaba tiempo buscando una experiencia más inmersiva. Siempre me atrajo la idea de conocer realidades distintas a las del alumnado que habitualmente tengo en el aula. Había escuchado los testimonios de otras compañeras y anhelaba experimentar algo parecido. Así fue como conocí los Campos de Trabajo y Misión Maristas y decidí inscribirme para colaborar durante una semana con las obras que la Fundaçao Champagnat tiene en Lisboa: las ludotecas de Adroana y Cabeço do Mouro y la Casa de Crianças de Tires.

Cuando visité estos lugares por primera vez, hubo algo que me llamó mucho la atención, abuelo. Los tres eran espacios llenos de luz y de color, que destacaban en un entorno que no lo era tanto; algo así, como oasis en el desierto. Los tres tenían la puerta abierta. Las ludotecas estaban en barrios periféricos de edificios gigantes, ropa en las ventanas y música caribeño/africana sonando en las calles. La Casa de Crianças, situada a las afueras de la ciudad junto a una cárcel de mujeres, parecía un castillo de cuento de hadas. En estos lugares, los niños y niñas pueden pintar, jugar y vivir, en cierta forma, ajenos a lo que los rodea. Espacios en los que todo el mundo es bienvenido, donde se cuida y protege a la infancia.

Pero sin con algo me quedo abuelo, es con las personas que conocí en el viaje; educadores vocacionales y, por supuesto, los niños y niñas que, sin apenas conocerme, me abrazaban y preguntaban si volvería al día siguiente. Niños y niñas que me dedicaron dibujos, me hicieron peinados y me enseñaron nuevos juegos. Niños que me saltaron a la espalda en plan Spiderman y niñas que me animaron a subirme a un monopatín. Niños y niñas que me enseñaron vocabulario en portugués que no sabía o no recordaba. Niños y niñas que me dieron tanto amor en unos días, que nunca voy a olvidarlos. Supongo, abuelo, que recibir más de lo que uno da, esa es la magia de ser voluntario. A mí me ha enganchado. OBRIGADA. 

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