El alquimista de sueños

Solo mencionar su nombre, se hacía el silencio en el aula. Cuando atravesaba los pasillos del instituto con su bata blanca, todo el mundo se callaba. Era mucha la autoridad que aquel hombre ostentaba. Su físico, imponente, su semblante permanentemente serio y su mirada, su mirada te atravesaba. Conocido en toda la ciudad, nadie como él preparaba la Química para Selectividad. Al principio, los alumnos nos sentíamos intimidados por su voz profunda, sus grandes gafas y sus casi dos metros de altura. Con el tiempo, el temor se convirtió en admiración hacia aquel hombre que no sólo nos preparaba para un examen, sino también para la universidad, para la vida.

El profesor de Química fue de las primeras personas del instituto en tratarnos como adultos. Se dirigía a nosotros de usted, nos hacía tomar apuntes en folios y colgaba las notas de los exámenes en el tablón de clase. Si queríamos saber nuestros errores forzosamente teníamos que acudir a su despacho, donde no solo te explicaba en qué habías fallado, sino que también te hacía reflexionar sobre la importancia de competir contigo mismo. En el aula, sus lecciones eran magistrales, boquiabiertos nos quedábamos oyéndolo hablar de estequiometría, de termodinámica, de entropía. En el laboratorio, nos descubrió el maravilloso mundo de las reacciones químicas, con pequeñas explosiones y cambio de colores.

Nunca olvidaré cuando nos encargó construir una red cristalina con palillos y plastilina. Cuando le hacíamos entrega de nuestra pequeña obra de arte, él se la llevaba al laboratorio sin decir nada. Un buen día, apareció con una inmensa estructura de redes cristalinas. Me lo imaginé montando la figura, haciendo encaje de bolillos con sus inmensas manos. Aquel día, yo estaba en primera fila. Cual fue mi sorpresa, cuando sacó un martillo de debajo de la mesa y golpeó la estructura con mano certera, saliendo los palillos y la plastilina disparados. Atónitos estábamos cuando él pronunció solemnemente la frase "acabamos de demostrar la fragilidad de los cristales". Quince años después, sigo recordando la fragilidad del enlace y el tremendo susto que me llevé al descubrirlo. 

Como alumna, nunca se me dio por pensar en él como padre de familia, hasta el día que lo vi por la calle, paseando con su hijo. Es curioso lo que nos cuesta pensar en que los profesores tengan una vida fuera del colegio, como si no fuesen personas de carne y hueso. Vestido de calle, en compañía de su familia, ya no me daba miedo, era un ser humano normal y corriente, con problemas como todos. Desde aquel día, no lo volví a ver con los mismos ojos. Es cierto que era un profesor muy exigente, pero nos exigía porque amaba su profesión y quería lo mejor para nosotros. Su único deseo era que todos sus alumnos consiguiésemos la nota que daba acceso a nuestros sueños. Pasados unos años, volvimos al instituto a agradecerle lo que había hecho por nosotros. Larga vida a los maestros.

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