domingo, 31 de julio de 2022

Querido abuelo IV

Hoy te escribo para compartir contigo la maravillosa experiencia que viví estos últimos días. Hace unas semanas, me preguntaron cuál fue mi motivación para empezar en el mundo del voluntariado. En un primer momento, contesté que era la necesidad de ayudar a otros, y que ser voluntaria me hacía muy feliz. Un instante después, caí en la cuenta de que ese impulso nació justo después de tu partida. Quizás sea casualidad, quizás sea la mía una motivación egoísta; pero lo cierto es, abuelo, que desde que tú no estás, compartir mi tiempo con los demás, da sentido a mi vida. Tú dedicaste la tuya a ayudar a otros y al hacerlo yo, siento más que nunca, que estás conmigo.

Empezaré contándote como llegué hasta aquí, abuelo. Aunque ya había sido voluntaria en programas de refuerzo educativo, llevaba tiempo buscando una experiencia más inmersiva. Siempre me atrajo la idea de conocer realidades distintas a las del alumnado que habitualmente tengo en el aula. Había escuchado los testimonios de otras compañeras y anhelaba experimentar algo parecido. Así fue como conocí los Campos de Trabajo y Misión Maristas y decidí inscribirme para colaborar durante una semana con las obras que la Fundaçao Champagnat tiene en Lisboa: las ludotecas de Adroana y Cabeço do Mouro y la Casa de Crianças de Tires.

Cuando visité estos lugares por primera vez, hubo algo que me llamó mucho la atención, abuelo. Los tres eran espacios llenos de luz y de color, que destacaban en un entorno que no lo era tanto; algo así, como oasis en el desierto. Los tres tenían la puerta abierta. Las ludotecas estaban en barrios periféricos de edificios gigantes, ropa en las ventanas y música caribeño/africana sonando en las calles. La Casa de Crianças, situada a las afueras de la ciudad junto a una cárcel de mujeres, parecía un castillo de cuento de hadas. En estos lugares, los niños y niñas pueden pintar, jugar y vivir, en cierta forma, ajenos a lo que los rodea. Espacios en los que todo el mundo es bienvenido, donde se cuida y protege a la infancia.

Pero sin con algo me quedo abuelo, es con las personas que conocí en el viaje; educadores vocacionales y, por supuesto, los niños y niñas que, sin apenas conocerme, me abrazaban y preguntaban si volvería al día siguiente. Niños y niñas que me dedicaron dibujos, me hicieron peinados y me enseñaron nuevos juegos. Niños que me saltaron a la espalda en plan Spiderman y niñas que me animaron a subirme a un monopatín. Niños y niñas que me enseñaron vocabulario en portugués que no sabía o no recordaba. Niños y niñas que me dieron tanto amor en unos días, que nunca voy a olvidarlos. Supongo, abuelo, que recibir más de lo que uno da, esa es la magia de ser voluntario. A mí me ha enganchado. OBRIGADA. 

miércoles, 6 de julio de 2022

La transmutación de la amistad

Aún recuerdo como si fuese ayer, aquellos días de instituto en los que nos firmábamos las carpetas unas a otras, declarándonos inseparables. Con diecisiete años, creíamos que siempre estaríamos juntas, que la distancia no podría con la amistad que alimentábamos a diario. En aquella época, nos separábamos únicamente unos días en vacaciones y a pesar de no tener móviles, siempre estábamos en contacto. Vivíamos felices, sin otras preocupaciones que los estudios y nuestras propias relaciones. Convertíamos nuestros desencuentros en auténticos dramas y al reconciliarnos, nos volvíamos a jurar fidelidad eterna.

Llegó el momento de irnos a la universidad, cambiar de ciudad y de repente, nuestros caminos se separaron. Intentamos mantener lo que teníamos, mas no fuimos capaces. Quizás alguna se esforzó más; quizás todas dejamos que se enfriase. En su momento, nos costó entender que no había inocentes ni culpables, que la vida es así y que la primera lección de la amistad y quizás la más importante, es que en muchas ocasiones, es circunstancial y dura un tiempo determinado. A estas amistades, de las que quizás solo tenemos noticias por redes sociales, las recordamos con la nostalgia y el cariño propios de la infancia. 

Tras quince años de escuela, en los que nuestra personalidad se diluía en la del grupo del que formábamos parte, teníamos la oportunidad de mostrarnos como personas nuevas: libres de roles, prejuicios o traumas. A algunas, nos llevó tiempo desvincularnos de esa idea romántica que teníamos de la amistad; de hecho, nuestras primeras relaciones en la universidad perpetuaban patrones del pasado. Con los años y las experiencias vividas, aprendimos a establecer amistades maduras: esas que nacen de intereses comunes, desde la independencia emocional y sin mayores expectativas. Quizás sean estas amistades, que nos acompañaron en el tránsito a la edad adulta, con las que sigamos compartiendo nuestra vida futura.

Finalmente, llega el momento de incorporarse al mundo laboral y asumir responsabilidades ajenas a nuestra antigua vida de estudiante. En esta etapa, tomamos consciencia de la falta de tiempo para cultivar la amistad, más allá de la familia y el trabajo. Si de adolescentes nos veíamos a diario, ahora lo hacemos una vez al año. Sin embargo, la calidad del tiempo que pasamos juntas prima sobre la cantidad. La amistad adquiere una nueva dimensión; se fundamenta en el deseo sincero de que la otra persona sea feliz, aún estando lejos o hablando muy de vez en cuando. Ya no se trata tanto de compartir, como de sentir que la otra persona está a nuestro lado en los momentos importantes. Esa, es la AMISTAD con mayúsculas, la amistad evolucionada. 

Querido abuelo VII

Querido abuelo, Un nuevo año termina y como tengo por costumbre, me gustaría compartir contigo como evoluciona mi sueño de ser docente. Casu...