SOS adolescentes

Que los adolescentes son un colectivo vulnerable a los problemas de salud mental es una cuestión harto conocida por familias y docentes. Que la fatiga pandémica se ha cebado especialmente con ellos, es un hecho contrastado por los que compartimos su día a día en las aulas. Muchas veces me cuestiono porqué ahora parece que los jóvenes tienen más problemas mentales que antes. Cuando yo iba al instituto, pocos niños o casi ninguno acudían a terapia con especialistas (al menos que yo tenga conocimiento); a día de hoy, las consultas de psicólogos infanto-juveniles están colapsadas de niños con déficit de atención e hiperactividad, trastornos de ansiedad, depresión y un montón de cosas más. 

A veces, creo que los niños de ahora no tienen la resiliencia de antaño. Quizás sea por haber sido criados entre algodones, les cuesta mucho afrontar los problemas y encajar los fracasos. Pueda derivarse esta actitud de la sobreprotección paterna, que impide a los hijos tropezar, en lugar de ayudarlos a levantarse. Este comportamiento se hace patente, por ejemplo, cuando el niño no pregunta al profesor, sino que es el padre o la madre el que envía un comunicado para decir que su retoño no ha entendido algo. Y así, a pesar de que vayan creciendo, los seguimos infantilizando. Pero este no es un problema exclusivo de los padres, sino que también los profes somos responsables, pues nos sorprendemos a nosotros mismos subrayando el libro de texto a estudiantes de dieciséis años, privándolos así de la capacidad de discernir lo importante.

Otras veces, pienso que los adolescentes de ahora se enfrentan a problemas más graves que los que teníamos antes, debido en gran parte al impacto de las redes sociales. La generación analógica ha dado paso a la generación tecnológica, que durante su primer año de vida ya aprende a manejar la tablet. Los niños, como los adultos, se vuelven esclavos de las pantallas, y su personalidad pasa a estar directamente influenciada por las redes sociales. Si aceptarse durante la pubertad ya es difícil de por sí, imitar los cánones actuales es peligroso a la par que inquietante. Los niños ya no aspiran a ser como sus padres o sus profesores, sino que quieren vivir de las redes como sus ídolos hacen. Moda y videojuegos, esas son sus prioridades. Si a todo esto sumamos la incertidumbre sobre a qué dedicarse, la imposibilidad de pasar tiempo con los amigos o la desmotivación provocada por la pandemia, bastante hacen los pobres con seguir adelante.

A la presión por encajar, característica de estas edades, hemos de añadir la presión por "ser perfectos", que algunos padres imponen a sus hijos. Sorprende enterarse como alguno que otro castiga a su hijo sin móvil por bajar del 9 al 8,75. En el otro extremo, están los que tras un curso entero de incidencias, aún no han decidido manifestarse. Lo social, lo de casa y desgraciadamente, el acoso virtual; porque si algo les importa a los chavales es lo que opinen sus iguales. Es aquí donde los móviles se convierten en armas con las que se hieren unos a otros profundamente. Cuando en mi época se metían con nosotros en el patio del colegio, teníamos donde refugiarnos, en la desconexión de nuestros hogares. Ahora, los adolescentes que sufren, no tienen lugar a donde escaparse, aunque siempre les quedará la escucha comprensiva y el abrazo amable de un profesional, de un profesor o de un padre. 

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